A propósito del loco martillo
Cuando ocurrió hace algunos años el caso de Clímaco Basombrío (vean canal 5 esta semana), en medio de mis arrebatos "cuenteros" se me ocurrió esta breve historia, que hoy quiero compartirla con ustedes. Felizmente no expresa ningún sentimiento homicida oculto jejeje.
En todo caso ahí va... y cuidado con los martillos, los desarmadores y cualquier herramienta ferretera.
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Cuántas veces había imaginado Romualdo ese escenario. Fueron muchas las veces que había soñado con verla así... suya, desnuda en una cama, sólo para él sin más gente que los mire. Tranquila, echada, mirando al cielo, pensando quizá en él, en el chico que la vio llegar al punto más alto de la vida, viendo la luz, una luz, que sólo ella podrá contar como era...
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Romualdo Beckenbaüer de Zela Figueroa, nació en nuestra ciudad un verano de 1980, a la sazón 22 años alumbraban su existencia. De pequeño era un chico muy aplicado, sus estudios en uno de los colegios más religiosos del pueblo, lo volvieron un efervorizado creyente del temor de Dios.
Su padre, eficiente militar falleció cuando él nació, su madre sola y con mucha pena, encontró consuelo con el hermano de su difunto esposo. La relación sin duda funcionaba y a pesar de que Romualdo sabía que ese señor era su tío, siempre le dijo “papá” y lo trató con el mismo cariño que un hijo tiene hacia el creador de sus días.
Romualdo, tenía una vida casi rutinaria, todas las mañanas se levantaba a las 4 de la madrugada, rezaba el rosario con su madre, y hacía sus ejercicios para evitar las “malas sensaciones de la carne”, salía a correr por el borde del río que atravesaba la ciudad, le encantaba la naturaleza. Regresaba a casa como a las 5 y 30 de la mañana, se bañaba, desayunaba lo que Elsa, la empleada de la casa le preparaba, y partía rumbo al colegio, el mejor de todos, a las 6 y 45 de la mañana para entrar a las 7 en punto como siempre.
Ese era Romualdo, un chico del cual nunca se pudo decir que cometió algún error, sus sábados eran para pasarlos en el club, con sus inseparables amigos; Cucho, Edgardo y Jhonny... en el barrio les decían los cuatro mosqueteros y ellos se lo tomaban en serio, nada los separaba, ni la discusión más tonta... eran inseparables.
Hasta los domingos en misa se les veía juntos, aunque Romualdo era el monaguillo preferido del padre Salazar, jamás sus amigos se burlaron por su tendencia casi santa, mientras tanto, Mirtha su madre, rogaba al cielo porque su hijo si no era cura, por lo menos vaya siempre por el buen camino.
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- ¡¡¿Por qué no bailas??!! – se le escuchó gritar a Lola - ¡¿¿me tienes miedo, o no te gusta como me muevo???!!! – mientras decía esto miraba con esos ojos negros bellísimos a Romualdo.
Romualdo sólo sonreía, Cucho entrado en tragos, lo empujó para que bailara con Lola, la chica más preciosa del pueblo, el viejo y sabido amor platónico de Romualdo. Todos decían que a pesar de su personalidad extrovertida, Lola seguía siendo vrgen y eso era un manjar para todos los muchachos del pueblo que habían vuelto después de mucho tiempo a disfrutar la fiesta de la fundación de San Gerónimo de los Altos.
Los cuatro mosqueteros viajaron a la capital cuando terminaron la escuela. Lola también llegó allá. Romualdo estaba estudiando Arquitectura, y sus amigos, como siempre, lo molestaban:
- Es arquitecto – decía Edgardo, ensimismado por el escote de Lola y la décimo segunda ronda de cuba libre que iba tomando – es decir que...
- No es lo suficientemente macho para ser ingeniero – refutó Cucho –
- Ni lo suficientemente gay como para ser decorador – gritó Jhonny restregándose los ojos para seguir riendose
Todos, incluidos Romualdo siguieron la broma, era común en ellos, lo sabían desde siempre. Eran códigos que ellos manejaban, la risa, era su lenguaje.
Lola seguía bailando muy pegada de Romualdo, también le gustaba, por eso se fue tras él a la misma universidad a seguir la misma carrera. Alguna vez Lola le confesó a su madre que si tenía que perder su virginidad sería con Romualdo, pero el chico era muy tímido y eso se veía muy lejos.
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- Vamos por aquí – gritó Lola, atravesando el bosque, mientras Romualdo corría tras ella.
Tenían ambos dieciseis años y eran amigos desde muy niños, sabían que ese iba ser uno de los últimos días que estuvieran juntos en el pueblo. Nunca habían conversado sobre que era lo que iban a hacer al terminar el colegio ese año.
Se cansaron y llegaron a la orilla del río pero en un punto muy lejano de la vista humana. Sonrieron, se miraron, estaban cansados.
- Tú me gustas Romualdo, te seguiría adonde vayas
Romualdo, dejó de reir, estaba enamorado de Lola, pero nunca se lo dijo, sólo le tomó la mano, ambos se miraron. El recuerdo de su madre diciéndole que no cayera en “Los pecados de la carne”, rebotaban fuerte en su cabeza, trató de callarlos, cerró los ojos, ambos se acercaron y por fin después de mucho tiempo se besaron.
Las manos de Romualdo transitaron por la delicada espalda de Lola, ella sintió la excitación que necesitaba, se desabrochó poco a poco la blusa, bajó su mano y llegó al centro del placer de Romualdo...
- ¡¡No hagas eso, Lola, maldición !!– gritó él
Como impulsado por un rayo se paró y se marchó. Corrió como loco, llegó a casa, no saludó a su madre ni a su tío, entró a su cuarto, cerró con llave, se dio dos cachetadas, un látigo sonaba sobre su espalda y mientras las lágrimas caían, se dejaba escuchar un leve “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”...
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La hora era super avanzada, los cuatro mosqueteros y Lola disfrutaban de la fiesta del pueblo, el castillo de fuegos artificiales empezaría a brindar su maravilloso espectáculo.
En eso Romualdo sintió que una mano lo jalaba hacia otro lado. Era una mano delicada, muy suave, lo cogió con ternura y fuerza, algo extraño pero conocido para él.
Sintió que sus labios eran contactados con otros que ya había conocido antes, que le habían hecho sentir muchas veces placer y dolor, porque el “pecado de la carne” lo asediaba...
No se equivocó, era ella, Lola la mujer de los ojos negros más bellos de San Gerónimo, la única que era capaz de despertar en él los sentimientos más encontrados. La única que se atrevió a entrar a su cuarto en la universidad para besarlo toda la noche y quedarse dormida junto a él, bajo el riesgo de ser expulsada.
Romualdo era feliz, pero recordaba los gritos destemplados de su madre, remeciéndose en su cabeza, recordándole lo hereje que era sentir placeres sin un compromiso de por medio o sin la intención de procrear tal como “el Señor nos ordenó”.
EN ese momento todo cambió para Romualdo. Eran 22 años los que corrían en su cuerpo, hormonas que no querían ya dar cabida ni tregua, sentimientos que tenían que aflorar tarde o temprano. Era Romualdo EL HOMBRE y Lola LA MUJER. Eran los dos, corriendo por el bosque de noche llegando a sitios que sólo ellos conocían.
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Lola había desaparecido y Romualdo también. Los tres mosqueteros que quedaban sospecharon que en esos tres días ambos estaban juntos. Que por fin el sueño dorado de ambos, podría haberse concretado
- Pero, ¡por qué este cabrón se la ha llevado hace tres días!!!? – se preguntó Cucho
- Pero tío, no te pases pues, son 22 años, tú sabes como debe estar eso – bromeó Jhony tratando de cortar la tensión
En eso entró doña Mirtha, muy preocupada, Edgardo le metió un golpe a Cucho para que dejara de reirse, la saludaron muy educados y le dijeron que no habían dado con ellos, pero que por la mañana siguiente volverían a intentarlo.
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Romualdo y Lola, llegaron a la vieja cabaña en mitad del cerro que estaba en la otra orilla del río. Ellos construyeron hace muchos años esa cabaña, para ellos. Ahí llegaron, se sentaron en esa plácida cama que ellos fabricaron a los 12 años, ahí estaban viendo como la luna, pronto se ocultaría para dar paso al sol.
Lola lo miró, se quitó la blusa roja del tremendo escote. Romualdo sintió la excitación, la besó, parecía haber callado las voces de su madre y del padre Salazar, se sentía muy hombre en ese momento.
Empezó a desnudarse, le quitó la ropa a Lola violentamente, la besaba, le faltaban manos a Romualdo. Quería copar cada parte de su cuerpo, estaba decidido a perder su castidad con aquella chica sensual de la que siempre estuvo enamorado y ella también cumpliría su sueño.
Su cabeza latía muy fuerte, estaban los dos desnudos sobre la cama, besándose, tocándose, haciendo el preludio más largo que ser humano pudo haber imaginado. Sus cuerpos sudaban, se pegaban, parecía no importar, sólo podían darse amor y placer mutuo. Él se sentía listo para poseerla, ella lista para ser poseida. ..
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Era el cuarto día y a Edgardo se le ocurrió regresar a aquella cabaña de la cual alguna vez habló Romualdo. Su madre no lo creía, no pensaba que su adorado hijo se hubiese ido tan lejos con una mujer.
- Su hija, señora, lo ha llevado a la tentación a mi Romy, ella le ha envenenado el alma - se quejaba doña Mirtha delante de la madre de Lola.
- El alma???, la herramienta le habrá envenenado la loca de la Lola - dijo Cucho en voz baja, recibiendo dos golpes en la cabeza. Un manazo de Edgardo y otro de Jony.
Decidieron buscar al comisario de San Gerónimo y mientras caía la tarde, decidieron ir hasta el cerro. Edgardo conocía y recordaba muy bien el viejo camino.
Llegaron caida la noche, la cabaña estaba a oscuras. El comisario, precavido como siempre había llevado un lamparín. Rompieron la puerta, el lamparín alumbró la pequeña habitación... en eso doña Mirtha se desmayó y la madre de Lola siguió el recorrido.
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Romualdo terminó por posarse sobre Lola... ella lo miraba con ojos llenos de amor y de placer, si alguna vez el bien y el mal tenían que estar juntos... este era el momento, pureza y lujuria encontrados en un solo lugar.
Ambos sabían lo que tenían que hacer... ella estaba más que lista, mientras jadeaba constatemente, respirando de forma entrecortada, Romualdo, le acariciaba las piernas, le besaba los senos delicadamente, mientras su otra mano arreciaba con furia contra las caderas de Lola.
Cuántas veces había soñado Romualdo ese momento, cuántas veces se flageló pensando en que todo era pecado, cuántas veces pensó que era malo desear a una mujer cont anta fuerza, cuántas veces quizo besar a Lola y tenerla desnuda en una cama, lista para todo...
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Doña Mirta no reaccionaba, la madre de Lola tampoco, los chicos se quedaron estupefactos, el comisario dejó el lamparín, jaló a Edgardo y regresaron al pueblo a traer refuerzos, Romualdo estaba ahí sentado en una silla, junto a la cama
Cucho sintió que sus pies se pegaban a algo en el piso...
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- Esta noche te llevaré al cielo – susurró Romualdo
- Al cielo o al infierno, me da igual porque me iré contigo – gritó Lola
- No!!! Te vas a ir sola - le dijo, la miró y sonrió...
En eso Romualdo se paró, se agachó debajo de la cama, Lola estaba excitadísima, cerró los ojos un segundo, quizá medio mientras escuchaba la voz de Romualdo, logró abrir los ojos y no creyó lo que veía...
- ¡¡¡Todas las putas que rompen el orden de Dios van al infierno Lola, al infierno!!! – vociferó Romualdo.
Mientras hacía eso, levantaba un martillo y lo sacudía una gran cantidad de veces sobre la cabeza de Lola, sobre sus pechos, sobre su vientre, sobre sus piernas, Lola gritaba, trataba de moverse, era imposible, la fuerza de Romualdo parecía impulsada por un ser superior...
- ¡¡Te amo Lola!!!, por eso hago esto, para que pagues tus culpas, para que el Señor te perdone y puedas hablar con él
Lola gritaba y gritaba, hasta que su voz se ahogó y no se escuchó más, la sangre brotaba a cada golpe, Romualdo estaba manchado de esa sangre... se detuvo, la vio, la besó en la frente, era obvio... Lola no respiraba más había muerto... se quedó sentado en la silla... soltó el martillo que cayó sobre el charco de sangre... todo había terminado... él seguía manteniendo su pureza y ayudó a una “pecadora” a acelerar su camino de redención.
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Las mamás por fin reaccionaron, las patrullas esperaban al otro lado del río, doña Mirta no podía creerlo... Romualdo seguía sentado desnudo, mirándo a Lola, por fin volteó a ver a su madre y a sus amigos...
- Mamita, ¿ya ves?, vencí la tentación tal como me lo pedías desde niño
Doña Mirta ni siquiera lloró, salió por la puerta, Romualdo bañado en sangre desnudo, sonrió... recordó a su madre, a sus amigos, a Lola... cuantas veces quiso besarla, cuantas veces se contuvo, cuantas veces recordó que le gustaba...
Cuántas veces había imaginado Romualdo ese escenario. Fueron muchas las veces que había soñado con verla así... suya, desnuda en una cama, sólo para él sin más gente que los mire. Tranquila, echada, mirando al cielo, pensando quizá en él, en el chico que la vio llegar al punto más alto de la vida, viendo la luz, una luz, que sólo ella podrá contar como era...
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Romualdo Beckenbaüer de Zela Figueroa, nació en nuestra ciudad un verano de 1980, a la sazón 22 años alumbraban su existencia. De pequeño era un chico muy aplicado, sus estudios en uno de los colegios más religiosos del pueblo, lo volvieron un efervorizado creyente del temor de Dios.
Su padre, eficiente militar falleció cuando él nació, su madre sola y con mucha pena, encontró consuelo con el hermano de su difunto esposo. La relación sin duda funcionaba y a pesar de que Romualdo sabía que ese señor era su tío, siempre le dijo “papá” y lo trató con el mismo cariño que un hijo tiene hacia el creador de sus días.
Romualdo, tenía una vida casi rutinaria, todas las mañanas se levantaba a las 4 de la madrugada, rezaba el rosario con su madre, y hacía sus ejercicios para evitar las “malas sensaciones de la carne”, salía a correr por el borde del río que atravesaba la ciudad, le encantaba la naturaleza. Regresaba a casa como a las 5 y 30 de la mañana, se bañaba, desayunaba lo que Elsa, la empleada de la casa le preparaba, y partía rumbo al colegio, el mejor de todos, a las 6 y 45 de la mañana para entrar a las 7 en punto como siempre.
Ese era Romualdo, un chico del cual nunca se pudo decir que cometió algún error, sus sábados eran para pasarlos en el club, con sus inseparables amigos; Cucho, Edgardo y Jhonny... en el barrio les decían los cuatro mosqueteros y ellos se lo tomaban en serio, nada los separaba, ni la discusión más tonta... eran inseparables.
Hasta los domingos en misa se les veía juntos, aunque Romualdo era el monaguillo preferido del padre Salazar, jamás sus amigos se burlaron por su tendencia casi santa, mientras tanto, Mirtha su madre, rogaba al cielo porque su hijo si no era cura, por lo menos vaya siempre por el buen camino.
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- ¡¡¿Por qué no bailas??!! – se le escuchó gritar a Lola - ¡¿¿me tienes miedo, o no te gusta como me muevo???!!! – mientras decía esto miraba con esos ojos negros bellísimos a Romualdo.
Romualdo sólo sonreía, Cucho entrado en tragos, lo empujó para que bailara con Lola, la chica más preciosa del pueblo, el viejo y sabido amor platónico de Romualdo. Todos decían que a pesar de su personalidad extrovertida, Lola seguía siendo vrgen y eso era un manjar para todos los muchachos del pueblo que habían vuelto después de mucho tiempo a disfrutar la fiesta de la fundación de San Gerónimo de los Altos.
Los cuatro mosqueteros viajaron a la capital cuando terminaron la escuela. Lola también llegó allá. Romualdo estaba estudiando Arquitectura, y sus amigos, como siempre, lo molestaban:
- Es arquitecto – decía Edgardo, ensimismado por el escote de Lola y la décimo segunda ronda de cuba libre que iba tomando – es decir que...
- No es lo suficientemente macho para ser ingeniero – refutó Cucho –
- Ni lo suficientemente gay como para ser decorador – gritó Jhonny restregándose los ojos para seguir riendose
Todos, incluidos Romualdo siguieron la broma, era común en ellos, lo sabían desde siempre. Eran códigos que ellos manejaban, la risa, era su lenguaje.
Lola seguía bailando muy pegada de Romualdo, también le gustaba, por eso se fue tras él a la misma universidad a seguir la misma carrera. Alguna vez Lola le confesó a su madre que si tenía que perder su virginidad sería con Romualdo, pero el chico era muy tímido y eso se veía muy lejos.
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- Vamos por aquí – gritó Lola, atravesando el bosque, mientras Romualdo corría tras ella.
Tenían ambos dieciseis años y eran amigos desde muy niños, sabían que ese iba ser uno de los últimos días que estuvieran juntos en el pueblo. Nunca habían conversado sobre que era lo que iban a hacer al terminar el colegio ese año.
Se cansaron y llegaron a la orilla del río pero en un punto muy lejano de la vista humana. Sonrieron, se miraron, estaban cansados.
- Tú me gustas Romualdo, te seguiría adonde vayas
Romualdo, dejó de reir, estaba enamorado de Lola, pero nunca se lo dijo, sólo le tomó la mano, ambos se miraron. El recuerdo de su madre diciéndole que no cayera en “Los pecados de la carne”, rebotaban fuerte en su cabeza, trató de callarlos, cerró los ojos, ambos se acercaron y por fin después de mucho tiempo se besaron.
Las manos de Romualdo transitaron por la delicada espalda de Lola, ella sintió la excitación que necesitaba, se desabrochó poco a poco la blusa, bajó su mano y llegó al centro del placer de Romualdo...
- ¡¡No hagas eso, Lola, maldición !!– gritó él
Como impulsado por un rayo se paró y se marchó. Corrió como loco, llegó a casa, no saludó a su madre ni a su tío, entró a su cuarto, cerró con llave, se dio dos cachetadas, un látigo sonaba sobre su espalda y mientras las lágrimas caían, se dejaba escuchar un leve “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”...
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La hora era super avanzada, los cuatro mosqueteros y Lola disfrutaban de la fiesta del pueblo, el castillo de fuegos artificiales empezaría a brindar su maravilloso espectáculo.
En eso Romualdo sintió que una mano lo jalaba hacia otro lado. Era una mano delicada, muy suave, lo cogió con ternura y fuerza, algo extraño pero conocido para él.
Sintió que sus labios eran contactados con otros que ya había conocido antes, que le habían hecho sentir muchas veces placer y dolor, porque el “pecado de la carne” lo asediaba...
No se equivocó, era ella, Lola la mujer de los ojos negros más bellos de San Gerónimo, la única que era capaz de despertar en él los sentimientos más encontrados. La única que se atrevió a entrar a su cuarto en la universidad para besarlo toda la noche y quedarse dormida junto a él, bajo el riesgo de ser expulsada.
Romualdo era feliz, pero recordaba los gritos destemplados de su madre, remeciéndose en su cabeza, recordándole lo hereje que era sentir placeres sin un compromiso de por medio o sin la intención de procrear tal como “el Señor nos ordenó”.
EN ese momento todo cambió para Romualdo. Eran 22 años los que corrían en su cuerpo, hormonas que no querían ya dar cabida ni tregua, sentimientos que tenían que aflorar tarde o temprano. Era Romualdo EL HOMBRE y Lola LA MUJER. Eran los dos, corriendo por el bosque de noche llegando a sitios que sólo ellos conocían.
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Lola había desaparecido y Romualdo también. Los tres mosqueteros que quedaban sospecharon que en esos tres días ambos estaban juntos. Que por fin el sueño dorado de ambos, podría haberse concretado
- Pero, ¡por qué este cabrón se la ha llevado hace tres días!!!? – se preguntó Cucho
- Pero tío, no te pases pues, son 22 años, tú sabes como debe estar eso – bromeó Jhony tratando de cortar la tensión
En eso entró doña Mirtha, muy preocupada, Edgardo le metió un golpe a Cucho para que dejara de reirse, la saludaron muy educados y le dijeron que no habían dado con ellos, pero que por la mañana siguiente volverían a intentarlo.
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Romualdo y Lola, llegaron a la vieja cabaña en mitad del cerro que estaba en la otra orilla del río. Ellos construyeron hace muchos años esa cabaña, para ellos. Ahí llegaron, se sentaron en esa plácida cama que ellos fabricaron a los 12 años, ahí estaban viendo como la luna, pronto se ocultaría para dar paso al sol.
Lola lo miró, se quitó la blusa roja del tremendo escote. Romualdo sintió la excitación, la besó, parecía haber callado las voces de su madre y del padre Salazar, se sentía muy hombre en ese momento.
Empezó a desnudarse, le quitó la ropa a Lola violentamente, la besaba, le faltaban manos a Romualdo. Quería copar cada parte de su cuerpo, estaba decidido a perder su castidad con aquella chica sensual de la que siempre estuvo enamorado y ella también cumpliría su sueño.
Su cabeza latía muy fuerte, estaban los dos desnudos sobre la cama, besándose, tocándose, haciendo el preludio más largo que ser humano pudo haber imaginado. Sus cuerpos sudaban, se pegaban, parecía no importar, sólo podían darse amor y placer mutuo. Él se sentía listo para poseerla, ella lista para ser poseida. ..
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Era el cuarto día y a Edgardo se le ocurrió regresar a aquella cabaña de la cual alguna vez habló Romualdo. Su madre no lo creía, no pensaba que su adorado hijo se hubiese ido tan lejos con una mujer.
- Su hija, señora, lo ha llevado a la tentación a mi Romy, ella le ha envenenado el alma - se quejaba doña Mirtha delante de la madre de Lola.
- El alma???, la herramienta le habrá envenenado la loca de la Lola - dijo Cucho en voz baja, recibiendo dos golpes en la cabeza. Un manazo de Edgardo y otro de Jony.
Decidieron buscar al comisario de San Gerónimo y mientras caía la tarde, decidieron ir hasta el cerro. Edgardo conocía y recordaba muy bien el viejo camino.
Llegaron caida la noche, la cabaña estaba a oscuras. El comisario, precavido como siempre había llevado un lamparín. Rompieron la puerta, el lamparín alumbró la pequeña habitación... en eso doña Mirtha se desmayó y la madre de Lola siguió el recorrido.
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Romualdo terminó por posarse sobre Lola... ella lo miraba con ojos llenos de amor y de placer, si alguna vez el bien y el mal tenían que estar juntos... este era el momento, pureza y lujuria encontrados en un solo lugar.
Ambos sabían lo que tenían que hacer... ella estaba más que lista, mientras jadeaba constatemente, respirando de forma entrecortada, Romualdo, le acariciaba las piernas, le besaba los senos delicadamente, mientras su otra mano arreciaba con furia contra las caderas de Lola.
Cuántas veces había soñado Romualdo ese momento, cuántas veces se flageló pensando en que todo era pecado, cuántas veces pensó que era malo desear a una mujer cont anta fuerza, cuántas veces quizo besar a Lola y tenerla desnuda en una cama, lista para todo...
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Doña Mirta no reaccionaba, la madre de Lola tampoco, los chicos se quedaron estupefactos, el comisario dejó el lamparín, jaló a Edgardo y regresaron al pueblo a traer refuerzos, Romualdo estaba ahí sentado en una silla, junto a la cama
Cucho sintió que sus pies se pegaban a algo en el piso...
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- Esta noche te llevaré al cielo – susurró Romualdo
- Al cielo o al infierno, me da igual porque me iré contigo – gritó Lola
- No!!! Te vas a ir sola - le dijo, la miró y sonrió...
En eso Romualdo se paró, se agachó debajo de la cama, Lola estaba excitadísima, cerró los ojos un segundo, quizá medio mientras escuchaba la voz de Romualdo, logró abrir los ojos y no creyó lo que veía...
- ¡¡¡Todas las putas que rompen el orden de Dios van al infierno Lola, al infierno!!! – vociferó Romualdo.
Mientras hacía eso, levantaba un martillo y lo sacudía una gran cantidad de veces sobre la cabeza de Lola, sobre sus pechos, sobre su vientre, sobre sus piernas, Lola gritaba, trataba de moverse, era imposible, la fuerza de Romualdo parecía impulsada por un ser superior...
- ¡¡Te amo Lola!!!, por eso hago esto, para que pagues tus culpas, para que el Señor te perdone y puedas hablar con él
Lola gritaba y gritaba, hasta que su voz se ahogó y no se escuchó más, la sangre brotaba a cada golpe, Romualdo estaba manchado de esa sangre... se detuvo, la vio, la besó en la frente, era obvio... Lola no respiraba más había muerto... se quedó sentado en la silla... soltó el martillo que cayó sobre el charco de sangre... todo había terminado... él seguía manteniendo su pureza y ayudó a una “pecadora” a acelerar su camino de redención.
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Las mamás por fin reaccionaron, las patrullas esperaban al otro lado del río, doña Mirta no podía creerlo... Romualdo seguía sentado desnudo, mirándo a Lola, por fin volteó a ver a su madre y a sus amigos...
- Mamita, ¿ya ves?, vencí la tentación tal como me lo pedías desde niño
Doña Mirta ni siquiera lloró, salió por la puerta, Romualdo bañado en sangre desnudo, sonrió... recordó a su madre, a sus amigos, a Lola... cuantas veces quiso besarla, cuantas veces se contuvo, cuantas veces recordó que le gustaba...
Cuántas veces había imaginado Romualdo ese escenario. Fueron muchas las veces que había soñado con verla así... suya, desnuda en una cama, sólo para él sin más gente que los mire. Tranquila, echada, mirando al cielo, pensando quizá en él, en el chico que la vio llegar al punto más alto de la vida, viendo la luz, una luz, que sólo ella podrá contar como era...
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